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Revista 22

Q., EL CABALLERO SOÑADOR

  • III Época
  • Diciembre 2009
  • Por Aspas Manchegas
  • 134 lecturas

Volvía a casa después de un día de trabajo en la facultad. Suelo ir directo a casa a cenar, hacia las nueve. Pero mi alumno Dionisio me entretuvo a la salida. Me mostró orgulloso su edición de El Quijote. Era de tapa dura forrada en piel, con los cantos de oro. «Sí, es preciosa», le dije. Le sorprendía la edición que yo llevaba a clase, de bolsillo, con dibujos y sin cinta de marcador de lectura.

Llegué a casa sobre las diez y media. Mientras abría la puerta del jardín, pensaba en meterme en la cama y no cenar; el cansancio podía más que el hambre que llevaba en el estómago. Desde fuera se veía una lucecita encendida. Venía de la habitación de Clara, mi hija. Devorando libros. Sentía veneración por ellos. Cada semana, ella y una amiga de la escuela cogían dos libros de la biblioteca (el máximo permitido por semana) y, cuando los devoraban, se los intercambiaban. Así, cada una leía cuatro libros por semana.

Por otro lado estaba la escuela. Eso me preocupaba. Clara estudiaba muy poco, ya me lo había dicho muchas veces su tutora en las reuniones de padres. En matemáticas era «de las últimas de la clase», sin embargo parecía tener un talento especial para los idiomas, y en francés nadie podía con ella (ni siquiera yo).

Los niños cambian de profesión de un día para otro. «Llegaré a ser una famosa actriz» o «me gustaría ser veterinario, me encantan los animales». Pero Clara era diferente, desde siempre su mayor deseo era el de ser escritora. Aunque cuando abrí la puerta de cuarto, gritó entusiasmada desde su cama:
-¡Hola papá, quiero ser maestra, como tú!

-¡No te lo recomiendo, enana! Mejor únete al circo, que no sabes lo bonito que es esto de ser profesor.

-¡Era broma! ¡Era broma! Papá, te lo crees todo. Un mal día, ¿no? Se te ve en la cara. Pero una promesa es una promesa, y las matemáticas son las matemáticas.

¿De qué promesa hablaba? Ahora caigo. ¡El cuento de los jueves! Los jueves estudio mates toda la tarde y por la noche me lees un cuento. Pero de esos antiguos. Y tiene que ser por la noche, cuando todo se tiñe de un halo misterioso. En la biblioteca sólo traen los últimos que se publican, pero a mí me gustan más esos antiguos que tienes en tu despacho.

-No puedo leerte un cuento ahora. Clara. Estoy rendido.

-Seguro que mamá me lo leería.

- Touché. Tú ganas. ¿Has cenado bien?

-¡Claro! Ha venido mi hada madrina y me ha preparado una cena deliciosa.

-Mensaje recibido. Lo siento, me he entretenido después de clase.

-No pasa nada, ya soy mayorcita para hacerme la cena. Tú siempre me lo dices.

-¿Y el examen de mañana? ¿Te lo has estudiado bien?

-¡Mejor que bien! ¡Para un diez con sombrero! Así que siéntate cómodo en el sillón de lectura, que soy todo oídos. Además esta noche hay luna llena... ¡todo es perfecto!

Me senté en el mullido sillón verde de lectura de Clara.

-Bueno, supongo que te lo mereces. Vamos a ver si me acuerdo de algún cuento. ¿Qué te parece «Alí Babá y los cuarenta ladrones»?

-Ese fue el de la semana pasada...

-Ah sí. ¿Qué tal «Hansel y Gretel»?

-Mm... ya me sé la historia.

-¿«El Flautista de Hamelíln»?

-¡Una maravilla! Pero me lo contaron en párvulos. Además es muy cortito...¿y ese que llevas en la mano, que parece un ladrillo?

-Es una historia muy larga y antigua. Se titula Don Quijote de la Mancha. Pero no podría contártelo ni en toda la noche.

-Parece lógico. ¿Cómo de antigua es? ¿Y quién la escribió?

-La escribió Miguel de Cervantes hace cuatrocientos años.

-Espera. Ese nombre me suena. ¿No será el Cervantes de las monedas? Tenía barba y una manera muy peculiar de vestir, ¿no?

-¡El mismo! Aunque nadie sabe con exactitud cómo era. Ten en cuenta que nadie lo pudo fotografiar por aquella época y que han quedado muy pocos retratos...

-D'accord. La escribió Cervantes hace muchos años. ¡Pero empecemos con el cuento de El Quijote! ¿Es bonito? ¿Tiene un final feliz?

-Bueno, vayamos por partes. Para empezar, no es un cuento. Es una novela, una de las mejores que se han escrito. Hay quien dice, sin embargo, que el propio Cervantes se aburría escribiéndola en algunos momentos.

-¡Oh, no! ¡Regla número uno de todo escritor! ¡Si te aburres escribiendo, tus queridos lectores se aburrirán leyendo!

-Sí. En parte es cierto. De hecho Cervantes murió más pobre que rico. El libro narra las peripecias de un hidalgo que de tanto leer perdió un tornillo y se hizo caballero andante.

-Creo que no he entendido nada. ¿Se volvió loco de tanto leer? ¡Pero eso es imposible!

-Sí, tienes razón. Lo que pretendió Cervantes fue hacer una simpática crítica a los libros de caballerías. Estos libros fueron escritos por aquella época en España y en otros países de Europa y gozaban de' gran aceptación entre la gente. Algunos eran terriblemente disparatados. Un caballero podía vencer él solo de un plumazo a un ejército entero o a varios gigantes. Sus victorias en el campo de batalla se las brindaba a su amada dama. Pero se me olvida la figura del escudero, que servía a su caballero.

-¿Cómo empezó todo?

-En un pueblecito en el corazón de La Mancha vivía un hidalgo al que le encantaba leer libros de caballerías. Tenía unos cincuenta años y pertenecía a una familia noble venida a menos. Antes de aficionarse a la lectura se entretenía yendo de caza o, simplemente, no haciendo nada. Después empezó a leer ávidamente, y solía charlar con el párroco sobre los libros que más le habían gustado. Hasta que, como te he dicho antes, de tanto leer, se volvió loco. Aunque a mí me gusta referirme a él como un gran soñador, que soñaba con ser caballero andante y vivir grandes aventuras. Sólo que, además de dormido, soñaba también despierto. Respecto a su nombre, antes de convertirse en don Quijote, el autor no deja claro cuál era. Pudo haber sido Quijada. Quijano. Quesada...

-Los tres son bastante parecidos. Se me ocurre que lo podríamos llamar simplemente Q. Sí, ¡Q. El soñador!

-Como quieras. Q. El soñador buscaba, sobre todas las cosas, poder hacer una gran hazaña y así alcanzar la inmortalidad o, mejor dicho, la fama perpetua como caballero andante.

-Pero si no era caballero, ¿cómo se las ingenió para serlo?

-Bueno en realidad Q. El Soñador jamás llegó a ser caballero. Lo primero que Q. hizo fue recoger algunas viejas armas que encontró por su casa. Luego buscó a su pobre caballo enfermo, al que llamó Rocinante. Después se puso nombre a sí mismo. Nuestro héroe. Q. El Soñador, pasará, a partir de ahora, a llamarse don Quijote de la Mancha. Ya sólo le quedaban algunos detalles para ser caballero...

-¡Su amada!

-¡Exacto! Pero eso lo solucionó en un santiamén. Q. había estado en otro tiempo enamorado de una labradora llamada Aldonza. Pero, al parecerle el nombre demasiado vulgar, lo cambió por el de Dulcinea, Dulcinea del Toboso.

-¡Dulcinea! Me parece un nombre algo cursi... pero bonito. ¡Un punto para Cervantes!

-Teniendo ya su enamorada damisela, una hermosa mailana de julio Q., lanza en una mano, escudo en la otra, salió de su casa montado en Rocinante, pensando en cómo sería recordado siglos después por sus hazañas.

Cabalgó por el campo durante todo el día, enfrascado en sus ensoñaciones caballerescas. Así, cabalgando y repensando, se le echó la noche encima, y fue a toparse con una venta, que confundió con un castillo. Cansado y hambriento, entró en ella y pidió alojamiento y cena al posadero.

Un bostezo se dibujó en la cara de Clara.

-Creo que se me ha pegado un poquito el cansancio de don Quijote. Pero sigue, sigue...

-Q., después de cenar, pidió al ventero que, aunque se dio cuente enseguida de la locura de don
Quijote, accedió a su petición. El ventero, aguantándose la risa, pidió a Q. que se arrodillara y fingió celebrar la ceremonia de ordenamiento.

A la mañana siguiente, creyéndose al fin caballero, Q. salió de la venta la mar de contento en busca de sus tan ansiadas aventuras.

-D’accord. Pero le faltaba un escudero, ¿no?
-Eso es justo lo que Q. pensó entonces. El azar quiso que se topara con un labrador, vecino suyo, que también se percató de su locura, ya que no hacía otra cosa sino hablar de caballeros, princesas en apuros y malvados gigantes. El labrador lo llevó hasta el pueblo, con la intención de curarlo de su locura. Allí consultó al párroco, que resolvió quemar de inmediato la biblioteca del ido don Quijote.

-¡Pobre Q! ¿Le quemaron todos sus libros?

-Bueno... casi todos. El cura y un barbero que andaba por allí fueron echándolos al corral, donde más tarde les prendieron fuego. Por suerte Q. estaba durmiendo y no se enteró de nada...

-¡Menos mal! -exclamó Clara, aliviada.

-Después pasó don Quijote unos días descansando, pero como seguía diciendo cosas delirantes e imaginando batallas imposibles, el cura y el barbero lo dieron por caso perdido. Hasta que pidió a su vecino Sancho Panza, su humilde vecino labrador, que fuese su escudero.

Q. llenó de llenó de pájaros la cabeza del inocente y campechano Sancho. Incluso le prometió nombrarle gobernador de alguna isla que conquistara. Sancho aceptó la oferta y dejó a su mujer e hijos para acompañar a don Quijote.

Al fin los cuatro partieron en busca de aventuras, de conquistas y del gran amor de Q., Dulcinea del Toboso.

-Papá, creo que te equivocas. Has dicho los cuatro, y de momento sólo tenemos a don Quijote, a Rocinante y a Sancho...

¡Ah, se me olvidaba! Sin duda se hubiera fatigado mucho Sancho si no hubiese sido por su asno, que es el cuarto que nos faltaba.

-¿Cómo les fue en su primera aventura? ¿Encontraron a Dulcinea? ¿Mataron a algún gigante?
-Precisamente de gigantes voy a hablarte. Cabalgaban Q. y Sancho por el campo cuando divisaron unos molinos de viento. Pero don Quijote creyó ver gigantes, el lugar de molinos y, en nombre de Dulcinea, debía derrotarlos. Pese a las advertencias de Sancho, que sólo veía unos simples molinos, Q. embistió a uno de ellos al grito de: « ¡No huyáis, cobardes!» Entonces un aspa del molino hizo trizas la lanza de don Quijote, y fue tal el golpe recibido que lo mandó a él y a su caballo por los aires. No es nada -dijo-: sólo es un rasguño, un caballero debe aguantar esto y mucho más. Para don Quijote su primera batalla estaba ganada. Pero quién sabe lo que se le pasaría a Sancho por la cabeza al ver las locuras de su caballero...

-Ya -dijo Clara muy seria, rascándose la barbilla, dirigiendo al techo la mirada-. Recuerdo que el curso pasado tenía un compañero de clase un poco raro, aunque no me acuerdo de su nombre. Un día estaba jugando con los demás chicos al fútbol en el patio. Yo estaba sentada en un banco con mis amigas, viendo el partido. No era nada torpe jugando, es más, siempre metía muchos goles. En un momento del juego recibió el balón y cuando todo el mundo esperaba que chutara a portería, cogió el balón con las manos y lo lanzó a lo lejos, fuera del patio. Todos empezaron a burlarse de él, incluso mis amigas. Después de aquel día no volvió a la escuela. A mí siempre me causó una gran compasión. Sancho debió de sentir algo parecido por don Quijote, ¿no?

-Supongo que sí. Sin embargo su inocencia y su ciega confianza en don Quijote pudieron más que su sentido común, que le aconsejaba que volviese a casa con su mujer y sus hijos. Eso habría sido lo más sensato. Pero le debió parecer mucho más interesante seguir a un caballero andante, a pesar de su locura, que volver a ser labrador, sin duda un trabajo mucho más aburrido.

Después Clara preguntó:
-¿Qué les ocurrió después? ¿Tuvieron más aventuras?

Pero no contesté. Estuve un rato callado, contemplando una foto de Clara con su madre, sentadas en el banco del jardín. Estaba encima de su escritorio y se notaba muy manoseada.
Con la mirada fija aún en la foto contesté, con un hilo de voz:

-Pues claro... después de cenar en una arboleda, una bella noche de plenilunio, como la de hoy, Q. y Sancho...

Clara dormía ya. La tapé bien y la besé en la frente. Cogí un papel y escribí: «Buena suerte en el examen de mañana.» Después fui a su cuarto, olvidando El Quijote en su mesa, junto con sus libros de Julio Verne y Walter Scott. Lo que no se me olvidó fue la foto del jardín, que cogí para poder verla tranquilamente antes de dormirme.

A la mañana siguiente, cuando bajé a la cocina a desayunar, vi pegado en el frigorífico un papelito, a modo de carta. En el encabezamiento podía leerse, en letra muy menuda y apretada: «Para papá:» Con gran curiosidad empecé a leer:

Anoche soñé con Q., El Caballero Soñador. Me dijo esto:
En un cálido atardecer, por miedo a tu amor perder, pensé en escribirte algo, no extenso ni difuso... ¡La locura me tiene confuso! Removería la tierra entera si por un momento pudiera, cuerdo o loco, es lo mismo, verte sólo una vez. Dulcinea...

Clara

FIN

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